El Dharma, enseñanzas budistas, es un extraordinario mapa que nos ayuda a explorar, despertar y estabilizar nuestras profundas dimensiones humanas. En esa tarea que nos proponemos, el estudio y la práctica son, en realidad, los preliminares al encuentro de todo aquello que nos sucede fuera del cojín de meditación, en el día a día, sea en un monasterio o en una ciudad. Así tomamos la vida misma como aprendizaje e incluimos todo lo que nos sucede, más allá de las preferencias de nuestra “agenda personal” de agradable, oportuno, útil, etc…
Por otra parte, la “agenda” de la sociedad actual también tiene sus preferencias y el proceso de morir y la muerte no entran dentro de ellas. Ha desaparecido, prácticamente, toda reflexión y presencia de la muerte. Se ha transformado más en un asunto médico que en una cuestión humana. Por el contrario, en el Dharma la presencia de la impermanencia, la interdependencia y la muerte es una constante y esto nos rescata de pagar el precio de negar la vida si negamos la muerte.
La vida y la muerte nos interpelan constantemente. El “yo” prefiere ignorar el juego constante de la impermanencia porque necesita sobreponerse a la amenaza de su desaparición. Se rebela contra el relato tan “poco fiable” que, entiende, es la vida. ¿Cómo va a confiar ese yo, ávido de seguridades, en lo impredecible? Así es como defensivamente ensayamos trucos evasivos, transformando todo en productos de consumo. Uso y descarto la amistad, el amor, el sexo. Creo ingenuamente en la idea del consumismo —yo elijo—, cuando en realidad es la banalidad la que nos gobierna.
¿Cómo rescatarnos de esa banalidad? Inspirados por las enseñanzas, podemos desarrollar estos tres puntos: impermanencia, presencia y compasión para acompañarnos y acompañar tanto en la vida como en el proceso de morir.
Una de las mayores sensaciones de ser vulnerables viene de sabernos mortales. A veces es obvio y otras veces solapado, pero el miedo a la muerte tal vez lo encontremos camuflado en el desconcierto de los cambios y la dificultad de navegar con aquellas fuerzas propias de la vida mucho más poderosas que nuestro anhelo y voluntad.
La impermanencia está siempre presente, aunque no siempre sea visible. Todo se encuentra en un proceso de cambio, cualquier ente animado e inanimado está cambiando siempre, a cada momento. Sin embargo, en nuestra experiencia personal, nos resistimos e ignoramos este hecho básico. Preferimos la seguridad, lo imprevisible despierta temores.
La presencia, entendiéndola como la capacidad de la mente de reconocer y permanecer en ese reconocimiento, nos ayuda a reconocer que el miedo, el deseo voluptuoso de manipular, el rechazo arbitrario y una amplia lista de emociones desadaptativas, visitan la mente, pero, como toda visita, si no la atiendes, se marcha. Desde esa presencia buscamos en los pliegues de nuestra historia personal, nuestros miedos y esperanzas, para preguntarnos con cruda honestidad: ¿qué sentimos, qué pensamos, qué tememos o qué anhelamos para cuando llegue el momento en que habremos de despedirnos de todo y de todos? No nos demos prisas para respondernos, permanezcamos en el interrogante hasta que las respuestas sean alumbradas por la luz de la sabiduría y la calidez de la compasión. Obtengamos esas respuestas que merecemos darnos y dan un sentido a esta existencia.
Dice Joan Halifax acerca de esa presencia en su libro Estar con los que mueren:“¿Cómo podemos dar y aceptar cuidados […], yendo más allá del miedo hacia un lugar de ternura genuina? Yo creo que esto se produce cuando podemos ser verdaderamente transparentes, viendo el mundo con claridad… y permitiendo que el mundo nos vea.”
La compasión como compromiso activo está activando la figura del acompañamiento espiritual, tanto de la mano de profesionales de la salud, como de la de aquellas personas que comprenden que acompañar en el proceso de morir es una tarea íntima que concierne a todo el mundo; que es un asunto de solidaridad humana ante todo.
La intimidad de esos encuentros abre el corazón sin distinciones de acompañante y acompañado. Acompañar es también una práctica budista. Es presencia, amor y compasión.
El mismo Buda, cuando se encontró con el monje Tissa, excluido por sus propios compañeros, que sentían rechazo ante la visión que ofrecía su cuerpo lacerado y maloliente a causa de una infección generalizada, lavó y curó las heridas de Tissa junto con su asistente Ananda. Luego reunió al resto de los monjes y les dijo que debían cuidarse los unos a los otros, que eran familia. “Cuidar a otro es como cuidarme a mí”, finalizó el Buda.
Extendemos ese mensaje de Buda para asumir que la sociedad que habitamos es, también, nuestra familia. Hoy ya se está trabajando en proyectos de ciudades compasivas y de nuevas formas de familias que incorporen a los sectores más desprotegidos.
Los cuidados emocionales y espirituales al final de la vida pueden ofrecerse de varias formas. Desde el aseo al paciente hasta la escucha activa que ayude a explorar miedos, inquietudes y necesidades. Y sin duda, suceda lo que suceda, estar con una delicada presencia haciendo lo que toque hacer. Aunque no pocas veces lo adecuado es no hacer para estar siendo.
Asear a alguien, curar una escara, dar un masaje en los pies o, incluso, sencillamente darle la vuelta en la cama, todo puede hacerse con una aproximación consciente de lo que realmente es la persona. No se reduce a un cuerpo en ruinas, próximo a la descomposición; es infinitamente más que ese cuerpo… es mucho más que lo que estamos viendo.
Si nos acercamos a esa persona, si la miramos, si la tocamos con esa conciencia de lo que es, nuestra aproximación, nuestros gestos, nuestras miradas estarán impregnadas de esa calidad de confirmación afectiva, de confirmación del otro. Por nuestro modo de ser podemos hacer sentir a alguien que es más de lo que podemos ver. Mantener la presencia despierta siendo testigo de la impermanencia y expresando compasión hacia uno mismo y hacia los demás puede ser el mejor sostén para cuando vamos dejamos atrás los territorios conocidos y la próxima orilla aún no se ve.