“El amor por el prójimo es como una oración elemental que te ayuda a vivir”
Etty Hillesum*

Solemos encontrarnos en un aprieto con nuestro sufrimiento o el de los demás, y es el hecho de no poder estar presentes. No siempre el «aquí y ahora» nos suena como una buena invitación, porque puede ser un lugar incómodo, a veces vergonzante, doloroso o apremiante. Ante ello, buscamos alternativas o, a menudo, nos rendimos ante el conflicto.
Nos sentimos en armonía, inspirados y conectados con nosotros mismos cuando la vida parece fluir en orden, ajustándose a lo que esperamos y sentimos, como un río tranquilo que sigue su curso. Pero ¿qué ocurre cuando esa sensación de equilibrio se desvanece? De repente, la frustración pesa sobre nosotros como una carga, y la incomodidad con nosotros mismos y con quienes nos rodean comienza a crecer. Las personas con las que convivimos, en cualquier ámbito, dejan de parecernos atractivas o razonables; incluso, se tornan confusas, torpes, quizá hasta insensatas. Entonces, dudamos de nuestras elecciones, cuestionamos si hemos tomado caminos equivocados al ver que nuestras expectativas no se cumplen.
¿Podría esta sensación de insatisfacción, frustración o incluso desesperanza ser una señal de que algo en nuestro interior pide ser mirado más profundamente? A veces, lo que nos desconcierta o desafía profundamente no es la vida misma, sino nuestra relación con ella: las narrativas que tejemos, los juicios que proyectamos y las resistencias que levantamos ante lo que simplemente es.
Todo este aprieto es, en realidad, una oportunidad transformadora, un terreno fértil para el aprendizaje personal. Ese punto en el que nos hallamos atrapados entre nuestros ideales elevados sobre la vida y la crudeza de lo que está sucediendo ante nuestros ojos, en nuestra mente y en nuestros corazones, es un lugar auténticamente fructífero
Detener la guerra interna
Nuestra mente, inquieta como un río agitado por una tormenta, busca refugio en aquello que confirma sus certezas, construyendo diques de control que inevitablemente se desbordan. Pero también se levanta en armas ante lo que la desafía o desconcierta. Esa lucha silenciosa, que brota como una semilla en nuestras profundidades, nos arrastra a una batalla constante: pelear con la vida, huir del dolor o aferrarnos a las ilusiones de seguridad y placeres efímeros que, como espejismos, nunca llenan realmente el corazón.
Detener esta guerra requiere un acto de valentía: mirar hacia adentro, desarmarnos ante nuestras propias sombras y aceptar la fragilidad de lo que somos, recordando que en ella habita nuestra verdadera fortaleza. Es en ese acto de rendición donde descubrimos que la lucha no es externa, sino que danza en cada rincón de nuestra experiencia, tanto en la soledad de nuestro aislamiento como en el espejo de lo compartido. Solo cuando soltamos las armas del descontento encontramos, al fin, el camino hacia la paz.
Hacer las paces con nosotros mismos
En nuestra negación hallamos una trinchera donde intentamos escapar de los pesares y dificultades que la vida inevitablemente nos presenta. Para sostener este autoengaño, nos aferramos a adicciones disfrazadas de hábitos, esos apegos repetitivos y compulsivos que usamos como escudos para evitar sentir, para negar las sombras y desafíos que habitan nuestras vidas. Pero estas estrategias no nos liberan; es como intentar apagar un fuego golpeando las llamas: cada chispa enciende otro rincón. Solo nos apartan de la verdad de nuestra experiencia.
La disciplina espiritual nos invita a otro camino: el de desarmar nuestras batallas internas y externas, para reemplazar el conflicto con una conexión más profunda con nosotros mismos y con la vida. Nos ofrece, con paciencia y entrenamiento gradual, la comprensión necesaria para hacer las paces con nosotros mismos y con quienes nos rodean. Cuando dejamos de luchar y permitimos que nuestro corazón se abra a las cosas tal como son —sin resistencias, sin condiciones—, encontramos un descanso profundo, no solo del mundo, sino también de nosotros mismos.
Cuando detengamos la guerra y nos miremos, nos encontraremos con aquello de lo que escapábamos: nuestra soledad, nuestras miserias, nuestro aburrimiento, nuestra vergüenza, nuestros deseos insatisfechos. Podemos comunicarnos con nuestro cuerpo, nuestros sentimientos y nuestra vida cuando nos permitimos sentir el miedo, el descontento y las dificultades eludidas. Al hacerlo, nuestro corazón se ablanda. La compasión y la grandeza de corazón surgen al detener la guerra. El más hondo deseo que tenemos para nuestro corazón es descubrir cómo hacerlo.

Conectar, integrar y despertar el corazón
¿Cómo dar a luz el estado despierto y compasivo de la mente? Siempre hay una gran incertidumbre cuando no se sabe cómo empezar, y parece que uno está perpetuamente atrapado en la corriente de la vida. Los pensamientos, las divagaciones, la confusión y todo tipo de deseos ejercen una continua presión.
Cuando solo se tiene una actitud hostil y se intenta suprimir las cosas, lo que ocurre es que, al deshacerse de una, surge otra en su lugar. Es como intentar apagar un fuego golpeando las llamas: cada chispa enciende otro rincón. Por eso no hay que combatir contra ese tipo de cosas, no hay que intentar apartar las situaciones desafiantes para quedarse solo con las que nos apetecen. Lo que tenemos que hacer es respetarlas y reconocerlas.
En palabras del maestro Chögyam Trungpa, recordamos que: “Uno puede ser el mejor amigo de uno mismo, el amigo más íntimo, la mejor compañía para uno mismo. Cada uno conoce sus debilidades y sus incoherencias, sabe todo lo que ha hecho con todo detalle, por eso no resulta de ninguna ayuda pretender que no se sabe, o intentar no pensar en ese lado, y pensar solo en el lado bueno; eso significaría que la persona aún está guardando su propia basura. Y si sigue almacenándola de esa manera, nunca tendrá suficiente abono para obtener una cosecha en este maravilloso campo de la bodhi (mente amorosa).”
* Desde agosto de 1942 hasta el fin de septiembre de 1943, Etty se ofreció voluntaria para trabajar como asistente y enfermera en el campo de concentración de Westerbork, como enviada del Consejo. Gracias a un permiso especial de viaje, pudo volver una docena de veces a Ámsterdam. Actuó como correo de la resistencia y llevaba consigo cartas y mensajes de los prisioneros, además de recoger medicinas para llevar al campo. Se siente solidaria con la persecución sufrida por los demás judíos y comienza un camino de interiorización que expresa con gran profundidad en sus diarios.
** Meditación en acción, Chögyam Trungpa, Editorial Kairós