La muerte, ¿proceso natural o suceso médico?

Comienzo esta entrada con un breve párrafo de lo que dice Diana Cohen Agrest en su libro Por mano propia[1], para ver de qué nos estamos recuperando, poco a poco, con los cuidados paliativos y lo que podemos hacer con Atención plena y compasión al final de la vida

“La muerte dejó de ser un proceso natural para transformarse en solo un acontecimiento médico subordinado a una suerte de “bio política” en cuyo orden el paciente es, casi solo, un cuerpo y entonces el destino de los cuerpos se dirime en la esfera institucional.

El acompañar, el estar, se trata de satisfacer una necesidad espiritual de ser reconocido como una persona, es respetar y ser testigo de lo invisible de toda persona, su centro íntimo, su historia propia y que está presente en el misterio de su propia vida, y no verle solo como un cuerpo enfermo”

La necesidad de todo humano es sentirse hasta el final de su vida, capaz de amar y de ser amado, por esto acompañarle en su final es una práctica de presencia humana, de amor y compasión que contrarresta lo que recurrentemente se encuentra en algunos sitios y también en muchas actitudes que no solo carecen de espiritualidad sino, que a veces, también carecen de humanidad..

Lo íntimo y lo privado

Suele haber mucha confusión entre lo íntimo y lo privado. La intimidad abre el corazón y muestra sus heridas para encontrar apoyo y abrigo en la mirada de quien ha sido invitado a estos delicados jardines, tan personales. Lo privado, por el contrario, oculta en un corazón sobre ensimismado el dolor, volviéndolo claustrofóbico al llevarnos a visitar una y otra los rincones de aislamiento.

Esta confusión nos roba la muerte: engendrando cólera, angustia, incomunicación y aislamiento. La muerte es una experiencia íntima porque nos hiere, nos afecta en lo más profundo de nosotros haciéndonos sentir vulnerables, pero también nos abrimos a aquellos a quienes amamos, sentimos la necesidad de encontrarnos más profundamente, pero se ha ido transformando en solo un asunto privado, vedado a una comunicación íntima. Un espacio emocional casi infranqueable, tanto que ni siquiera el moribundo y sus más allegados se encuentran en el.

El regreso paulatino de la figura del acompañante, familiar o voluntario retorna, no solo de la mano de profesionales, sino de aquellas personas que comprenden que acompañar a un ser en su etapa final, es una tarea que concierne a muchos. Que es un asunto de solidaridad humana, ante todo. Y que es necesario, imperativo, crear solidaridades, presencia y lugares para ayudar a cada cual a encontrarse con su propia muerte desde la vital posibilidad de amar hasta los momentos finales.

La atención plena y la compasión en los cuidados emocionales y espirituales al final de la vida, pueden ofrecerse de varias formas. Desde el aseo al paciente hasta la escucha activa que ayude a explorar miedos, inquietudes y necesidades, ofreciendo una presencia delicada, suceda lo que suceda, haciendo lo que toque hacer.

Asear a alguien, curar una escara, dar un masaje en los pies o, incluso, sencillamente darle la vuelta en la cama, todo, puede hacerse con una aproximación consciente de lo que realmente es la persona, no reducirlo a solo un cuerpo en ruinas, próximo a la descomposición, porque es infinitamente más que ese cuerpo…es mucho más que lo que estamos viendo.

Si nos acercamos a esa persona, si la miramos, si la tocamos con esa conciencia de lo que auténticamente es, un ser sensible, nuestros gestos, y miradas estarán impregnadas de un amor que le confirma como sujeto plenamente amoroso y aún activo en la vida propia y en la de los demás.

En el acompañamiento al final de la vida hay muchos recursos, propios y adquiridos, pero tal vez lo que más se deberá tener en cuenta es la“…actitud adecuada, ser capaz de quedarse frente a la situación, de tener ese valor, de ser discípulo más que víctima de la situaciones…”

[1] COHEN AGREST, Diana. Por mano propia, Fondo de Cultura Económica, 2007, Buenos Aires