Aprender a despedirnos.

Este artículo fue publicado en la plataforma web Buddhistdoor http://espanol.buddhistdoor.net/

El Dharma, enseñanzas budistas, es un extraordinario mapa que nos ayuda a explorar, despertar y estabilizar nuestras profundas dimensiones humanas. En esa tarea que nos proponemos, el estudio y la práctica son, en realidad, los preliminares al encuentro de todo aquello que nos sucede fuera del cojín de meditación, en el día a día, sea en un monasterio o en una ciudad. Así tomamos  la vida misma como aprendizaje e incluimos todo lo que nos sucede, más allá de las preferencias de nuestra “agenda personal” de agradable, oportuno, útil, etc.

Por otra parte, la “agenda” de la sociedad actual también tiene sus preferencias y el proceso de morir y la muerte no entran dentro de ellas. Ha desaparecido, prácticamente, toda reflexión y presencia de la muerte. Se ha transformado más en un asunto médico que en una cuestión humana. Por el contrario, en el Dharma la presencia de la impermanencia, la interdependencia y la muerte es una constante y esto nos rescata de pagar el precio de negar la vida si negamos la muerte.

La vida y la muerte nos interpelan constantemente. El “yo” prefiere ignorar el juego constante de la impermanencia porque necesita sobreponerse a la amenaza de su desaparición. Se rebela contra el relato tan “poco fiable” que, entiende, es la vida. ¿Cómo va a confiar ese yo, ávido de seguridades, en lo impredecible? Así es como defensivamente ensayamos trucos evasivos, transformando todo en productos de consumo. Uso y descarto la amistad, el amor, el sexo. Creo ingenuamente en la idea del consumismo —yo elijo—, cuando en realidad es la banalidad la que nos gobierna.

¿Cómo rescatarnos de esa banalidad? Inspirados por las enseñanzas, podemos desarrollar estos tres puntos: impermanencia, presencia y compasión para acompañarnos y acompañar tanto en la vida como en el proceso de morir.

Una de las mayores sensaciones de ser vulnerables viene de sabernos mortales. A veces es obvio y otras veces solapado, pero el miedo a la muerte tal vez lo encontremos camuflado en el desconcierto de los cambios y la dificultad de navegar con aquellas fuerzas propias de la vida mucho más poderosas que nuestro anhelo y voluntad.

La impermanencia está siempre presente, aunque no siempre sea visible. Todo se encuentra en un proceso de cambio, cualquier ente animado e inanimado está cambiando siempre, a cada momento. Sin embargo, en nuestra experiencia personal, nos resistimos e ignoramos este hecho básico. Preferimos la seguridad, lo imprevisible despierta temores.

La presencia, entendiéndola como la capacidad de la mente de reconocer y permanecer en ese reconocimiento, nos ayuda a reconocer que el miedo, el deseo voluptuoso de manipular, el rechazo arbitrario y una amplia lista de emociones desadaptativas, visitan la mente, pero, como toda visita, si no la atiendes, se marcha. Desde esa presencia buscamos en los pliegues de nuestra historia personal, nuestros miedos y esperanzas, para preguntarnos con cruda honestidad: ¿qué sentimos, qué pensamos, qué tememos o qué anhelamos para cuando llegue el momento en que habremos de despedirnos de todo y de todos? No nos demos prisas para respondernos, permanezcamos en el interrogante hasta que las respuestas sean alumbradas por la luz de la sabiduría y la calidez de la compasión. Obtengamos esas respuestas que merecemos darnos y dan un sentido a esta existencia.

Dice Joan Halifax acerca de esa presencia en su libro Estar con los que mueren: “¿Cómo podemos dar y aceptar cuidados […], yendo más allá del miedo hacia un lugar de ternura genuina? Yo creo que esto se produce cuando podemos ser verdaderamente transparentes, viendo el mundo con claridad… y permitiendo que el mundo nos vea.”

La compasión como compromiso activo está activando la figura del acompañamiento espiritual, tanto de la mano de profesionales de la salud, como de la de aquellas personas que comprenden que acompañar en el proceso de morir es una tarea íntima que concierne a todo el mundo es un asunto de solidaridad humana ante todo.

La intimidad de esos encuentros abre el corazón sin distinciones de acompañante y acompañado. Acompañar es también una práctica budista. Es presencia, amor y compasión.

El mismo Buda, cuando se encontró con el monje Tissa, excluido por sus propios compañeros, que sentían rechazo ante la visión que ofrecía su cuerpo lacerado y maloliente a causa de una infección generalizada, lavó y curó las heridas de Tissa junto con su asistente Ananda. Luego reunió al resto de los monjes y les dijo que debían cuidarse los unos a los otros, que eran familia. “Cuidar a otro es como cuidarme a mí”, finalizó el Buda.

Extendemos ese mensaje de Buda para asumir que la sociedad que habitamos es, también, nuestra familia. Hoy ya se está trabajando en proyectos de ciudades compasivas y de nuevas formas de familias que incorporen a los sectores más desprotegidos.

Los cuidados emocionales y espirituales al final de la vida pueden ofrecerse de varias formas. Desde el aseo al paciente hasta la escucha activa que ayude a explorar miedos, inquietudes y necesidades. Y sin duda, suceda lo que suceda, estar con una delicada presencia haciendo lo que toque hacer. Aunque no pocas veces lo adecuado es no hacer para estar siendo.

Asear a alguien, curar una escara, dar un masaje en los pies o, incluso, sencillamente darle la vuelta en la cama, todo puede hacerse con una aproximación consciente de lo que realmente es la persona. No se reduce a un cuerpo en ruinas, próximo a la descomposición; es infinitamente más que ese cuerpo… es mucho más que lo que estamos viendo.

Si nos acercamos a esa persona, si la miramos, si la tocamos con esa conciencia de lo que es, nuestra aproximación, nuestros gestos, nuestras miradas estarán impregnadas de esa calidad de confirmación afectiva, de confirmación del otro. Por nuestro modo de ser podemos hacer sentir a alguien que es más de lo que podemos ver.

Mantener la presencia despierta siendo testigo de la impermanencia y expresando compasión hacia uno mismo y hacia los demás puede ser el mejor sostén para cuando vamos dejamos atrás los territorios conocidos y la próxima orilla aún no se ve.

Entre el miedo y la esperanza.

Este artículo fue publicado en la plataforma web Buddhistdoor http://espanol.buddhistdoor.net/

Este es el primer artículo, de tres, donde exploro por separado al miedo, luego a la esperanza y finalmente el juego pendular entre ambos.

Todos tenemos miedos y esperanzas, y encontramos muchas razones o argumentos para una y otra cosa. Puede que algunas veces nos protejan de peligros y otras nos acerquen al bienestar. Pero ¿qué hay de los miedos infundados y de las esperanzas desmedidas? El Dharma siempre nos alienta a madurar nuestro interior y a sentir que tomamos posesión de nosotros mismos y, en este caso, nos invita a explorar cómo con este movimiento pendular de miedo y esperanza producimos la infelicidad que podemos evitar.

André Kértesz. El límite de las sombras y el espacio del espíritu. Pinterest.

Cuatro parejas y dos caminos

Podría ser el título de una película romántica, con algo de drama y otro poco de aventura, pero no lo es, aunque hay un poco de todo ello en tan solo estos ocho sustantivos abstractos: ganancia, pérdida, placer, displacer, renombre, anonimato, alabanza, crítica, que agrupados en pares de opuestos y precedidos uno por la esperanza y el otro por el miedo dan como resultado una de las descripciones más representativas del pulso constante que agita nuestra vida creando una suerte de drama, con tintes de aventura, a veces, y mucha emocionalidad casi siempre.

La manera más sintética de referirse a estas enseñanzas es nombrarlas como miedo y esperanza y su formulación completa los designa como «Los ocho dharmas mundanos»

Esperanza de ganancia y el miedo a la pérdida
La esperanza de placer y el miedo al displacer
La esperanza de renombre y el miedo al olvido/anonimato
La esperanza de alabanza y el miedo a la crítica/censura

También sobre esto Baruch de Spinoza, uno de los principales filósofos del racionalismo, dijo en su Ética demostrada según el orden geométrico, obra publicada en 1677: «No hay esperanza que no esté mezclada con el miedo, ni miedo que no esté mezclado con la esperanza. La esperanza no es sino una alegría inconstante, surgida de la imagen de una cosa pretérita o futura, de cuya realización dudamos. El miedo es, también, una imagen inconstante, surgida también de una cosa dudosa».

Baruch de Spinoza (1632 –1677)

Bien sea el Dharma u otras voces, como la de este filósofo, han hablado del miedo y la esperanza, pero ¿qué podemos decir nosotros sobre ello?, ¿qué podemos aprender de nosotros mismos si comenzamos a descubrir nuestros miedos y nuestras esperanzas? desde los más obvios como la enfermedad y la muerte, por ejemplo, hasta esos otros tan bien camuflados de cotidianidad que no siempre distinguimos sus siluetas.

El tiempo productivo y el tiempo afectivo

Día tras días vemos moverse a las manecillas del reloj y estas nos dicen «es la hora de…» y sea lo que sea ese «es la hora de…» se convierte en la hora de producir, de hacer algo que acabe en el resultado esperado. De alguna manera, y no siempre consciente, sea en lo colectivo como en lo individual, solemos movemos en una suerte de modo productivo, en la maximización del rendimiento con el menor de los costes. Un modo que se fija más en el producto y la forma que en el complejo proceso creativo del contenido, más en el resultado que en las causas. Y no me limito solo a lo material, llevo esta idea a todos los ámbitos de nuestras vidas y a ese estrés social que infarta el alma humana.

El tiempo productivo lo envuelve todo y pocas veces optamos por el modo ser, el modo amar y compartir sin más, marcharnos de la «cadena productiva» a la «cadena afectiva» a la del espacio de perseguir o rechazar al amable espacio de estar y comunicar alcanzando un gratificante reposo. Así como las inquietas manecillas no se detienen en el presente, tampoco nosotros nos detenemos en él, más bien transitamos entre las subjetividades de lo que imaginamos puede ser el futuro y las subjetividades de lo que recordamos fueron nuestros presentes.

En las enseñanzas budistas se explora qué subyace en ese moverse constante en estos tiempos de la producción que, parafraseando a Emmanuel Carrère*son tiempos de agitaciones vanas y ambiciones frustradas que nos llevan a esforzarnos para que al menos resultemos interesantes ante nosotros mismos, aunque acabe en una suerte de sueño mal contado.

Toda nuestra vida se agita pendularmente entre dos extremos que parecen opuestos, el miedo a lo que consideramos amenazante, desagradable e incierto y la esperanza de una vida segura, confortable y previsible. Así que ¿cómo relacionarnos con todo lo que nos ocurre? ¿cómo integrar a las vicisitudes de la vida que nos hacen sentir, a veces, tan poco capaces y desvalidos? Y también ¿cómo integrar aquellos otros paisajes de la vida que nos hacen sentir tan seguros y eufóricos? ¿cómo encontrar ese punto medio entre el miedo y la esperanza?

Con la enseñanza sobre «Las ocho preocupaciones mundanas» comprobamos como nos movemos en el juego de la aceptación y del rechazo, del prestigio y del anonimato, del placer o del dolor, del obtener y del perder que condicionan todo lo que planeamos y hacemos, incluso nuestra práctica espiritual. Miedo y esperanza que nos llevan a una mentalidad de pobreza donde tendemos a definirnos por las carencias y apegarnos a esas definiciones, aunque sea un poco halagadoras o autodestructivas.

Nuestra lista

Si revisamos nuestra lista sobre lo que nos da miedo, más allá de perros peludos y feroces, o de siluetas amenazantes en calles tenebrosas ¿encontraríamos miedo, o audacia, a vernos a nosotros mismos de manera honrada y cruda? ¿Nos animaríamos a simplemente ver lo que hay? Por ejemplo, ¿tenemos miedo a sentirnos incapaces de enfrentar los desafíos del día a día entrando en los territorios conocidos del nerviosismo y la inquietud? ¿miraríamos nuestras aristas más indeseables? ¿tenemos miedo a ser reducidos al silencio y al olvido?

Un paso audaz es reconocer los miedos, sin ese reconocimiento no podría desplegarse la intrépida ternura de la bodhicitta, la audacia compasiva de la naturaleza búdica, que nos estremece por su fuerza, y sintiendo lo que sintamos no estamos particularmente mal por ello, nos reconocemos temerosos, sí, pero al mismo tiempo con recursos.

He seleccionado este breve párrafo de Chögyam Trungpa Rinpoché para plantear el tema de los obstáculos y de la audacia: «Uno de los obstáculos principales para la audacia son los modelos habituales que nos permiten engañarnos. De ordinario, no nos permitimos experimentarnos de forma plena. Es decir, tenemos miedo de enfrentarnos a nosotros mismos. Experimentar el núcleo íntimo de la propia existencia es algo que a muchos les resulta embarazoso». **

A veces el camino espiritual, así enunciado de manera tan vaga e imprecisa, es uno de esos obstáculos, el auto engaño como evasión espiritual. *** Y la audacia no es la del insensato que improvisa una bravuconada sino una audacia tierna que proviene de un fondo de bondad natural, que trasciende las nociones de bueno o malo como sinónimo de sabiduría. Hay mucho que afrontar y abandonar cuando veamos que la inercia del miedo y la esperanza nos lleva a dañarnos a nosotros mismos, parece que nos sintiéramos a gusto con los patrones dolorosos.

Es relevante señalar la coincidencia de los místicos de todos los tiempos y tradiciones que nos piden dejar lo que menos deseamos hacer, liberarnos, sin condenas, de la ilusión de un yo pequeño que se ama tanto a sí mismo que acaba detestándose.

Para ir al núcleo de este asunto y sin rodeos, el medio hábil de la meditación sentada se presenta, casi, como la única manera posible. Descubrir desde el centro mismo del miedo los argumentos que lo alimentan sin que esa observación se tiña de ellos. Ese estar básicamente despierto mira a uno mismo y va más allá de uno mismo, con una mirada honrada a la que luego se le suma la bondad.

* Emmanuel Carrère, EL reino. Traducción Jaime Zulaika, Editorial Anagrama, edición digital junio 2015.
** Chögyam Trungpa. Sonríe al miedo: Despierta tu valentía interior, Kairós. Edición de Kindle. Noviembre 2011.
*** Puede leerse el artículo “El traje a medida de la espiritualidad” en esta misma publicación.

 

Venerable Karma Tenpa es un monje budista, argentino, residente en España. En el año 2007, recibió de parte de S. E. Situ Rimpoche la ordenación de guelong (monje completamente ordenado).  Participa en la formación de voluntarios en el acompañamiento espiritual en el proceso de morir en la Fundación Metta Hospice https://fundacionmetta.org/ y, como voluntario, se suma a la actividad de la Asociación ACM112 dedicada al acompañamiento a personas sin familia en el proceso de morir. También gestiona el programa Creciendo en Nepal cuya actividad se centra en recaudar fondos para dos hogares de acogida para menores en Katmandú.

Karma Tenpa (página web)
Karma Tenpa (Facebook)
Karma Tenpa (Instagram)

Aprender a despedirnos.

El Dharma, enseñanzas budistas, es un extraordinario mapa que nos ayuda a explorar, despertar y estabilizar nuestras profundas dimensiones humanas. En esa tarea que nos proponemos, el estudio y la práctica son, en realidad, los preliminares al encuentro de todo aquello que nos sucede fuera del cojín de meditación, en el día a día, sea en un monasterio o en una ciudad. Así tomamos  la vida misma como aprendizaje e incluimos todo lo que nos sucede, más allá de las preferencias de nuestra “agenda personal” de agradable, oportuno, útil, etc…

Aprender a despedirnos (Foto: Pinterest)

Por otra parte, la “agenda” de la sociedad actual también tiene sus preferencias y el proceso de morir y la muerte no entran dentro de ellas. Ha desaparecido, prácticamente, toda reflexión y presencia de la muerte. Se ha transformado más en un asunto médico que en una cuestión humana. Por el contrario, en el Dharma la presencia de la impermanencia, la interdependencia y la muerte es una constante y esto nos rescata de pagar el precio de negar la vida si negamos la muerte.

La vida y la muerte nos interpelan constantemente. El “yo” prefiere ignorar el juego constante de la impermanencia porque necesita sobreponerse a la amenaza de su desaparición. Se rebela contra el relato tan “poco fiable” que, entiende, es la vida. ¿Cómo va a confiar ese yo, ávido de seguridades, en lo impredecible? Así es como defensivamente ensayamos trucos evasivos, transformando todo en productos de consumo. Uso y descarto la amistad, el amor, el sexo. Creo ingenuamente en la idea del consumismo —yo elijo—, cuando en realidad es la banalidad la que nos gobierna.

¿Cómo rescatarnos de esa banalidad? Inspirados por las enseñanzas, podemos desarrollar estos tres puntos: impermanencia, presencia y compasión para acompañarnos y acompañar tanto en la vida como en el proceso de morir.

Una de las mayores sensaciones de ser vulnerables viene de sabernos mortales. A veces es obvio y otras veces solapado, pero el miedo a la muerte tal vez lo encontremos camuflado en el desconcierto de los cambios y la dificultad de navegar con aquellas fuerzas propias de la vida mucho más poderosas que nuestro anhelo y voluntad.

Foto: Pinterest

La impermanencia está siempre presente, aunque no siempre sea visible. Todo se encuentra en un proceso de cambio, cualquier ente animado e inanimado está cambiando siempre, a cada momento. Sin embargo, en nuestra experiencia personal, nos resistimos e ignoramos este hecho básico. Preferimos la seguridad, lo imprevisible despierta temores.

La presencia, entendiéndola como la capacidad de la mente de reconocer y permanecer en ese reconocimiento, nos ayuda a reconocer que el miedo, el deseo voluptuoso de manipular, el rechazo arbitrario y una amplia lista de emociones desadaptativas, visitan la mente, pero, como toda visita, si no la atiendes, se marcha. Desde esa presencia buscamos en los pliegues de nuestra historia personal, nuestros miedos y esperanzas, para preguntarnos con cruda honestidad: ¿qué sentimos, qué pensamos, qué tememos o qué anhelamos para cuando llegue el momento en que habremos de despedirnos de todo y de todos? No nos demos prisas para respondernos, permanezcamos en el interrogante hasta que las respuestas sean alumbradas por la luz de la sabiduría y la calidez de la compasión. Obtengamos esas respuestas que merecemos darnos y dan un sentido a esta existencia.

Dice Joan Halifax acerca de esa presencia en su libro Estar con los que mueren:“¿Cómo podemos dar y aceptar cuidados […], yendo más allá del miedo hacia un lugar de ternura genuina? Yo creo que esto se produce cuando podemos ser verdaderamente transparentes, viendo el mundo con claridad… y permitiendo que el mundo nos vea.”

La compasión como compromiso activo está activando la figura del acompañamiento espiritual, tanto de la mano de profesionales de la salud, como de la de aquellas personas que comprenden que acompañar en el proceso de morir es una tarea íntima que concierne a todo el mundo; que es un asunto de solidaridad humana ante todo.

La intimidad de esos encuentros abre el corazón sin distinciones de acompañante y acompañado. Acompañar es también una práctica budista. Es presencia, amor y compasión.

El mismo Buda, cuando se encontró con el monje Tissa, excluido por sus propios compañeros, que sentían rechazo ante la visión que ofrecía su cuerpo lacerado y maloliente a causa de una infección generalizada, lavó y curó las heridas de Tissa junto con su asistente Ananda. Luego reunió al resto de los monjes y les dijo que debían cuidarse los unos a los otros, que eran familia. “Cuidar a otro es como cuidarme a mí”, finalizó el Buda.

Extendemos ese mensaje de Buda para asumir que la sociedad que habitamos es, también, nuestra familia. Hoy ya se está trabajando en proyectos de ciudades compasivas y de nuevas formas de familias que incorporen a los sectores más desprotegidos.

Los cuidados emocionales y espirituales al final de la vida pueden ofrecerse de varias formas. Desde el aseo al paciente hasta la escucha activa que ayude a explorar miedos, inquietudes y necesidades. Y sin duda, suceda lo que suceda, estar con una delicada presencia haciendo lo que toque hacer. Aunque no pocas veces lo adecuado es no hacer para estar siendo.

Asear a alguien, curar una escara, dar un masaje en los pies o, incluso, sencillamente darle la vuelta en la cama, todo puede hacerse con una aproximación consciente de lo que realmente es la persona. No se reduce a un cuerpo en ruinas, próximo a la descomposición; es infinitamente más que ese cuerpo… es mucho más que lo que estamos viendo.

Si nos acercamos a esa persona, si la miramos, si la tocamos con esa conciencia de lo que es, nuestra aproximación, nuestros gestos, nuestras miradas estarán impregnadas de esa calidad de confirmación afectiva, de confirmación del otro. Por nuestro modo de ser podemos hacer sentir a alguien que es más de lo que podemos ver. Mantener la presencia despierta siendo testigo de la impermanencia y expresando compasión hacia uno mismo y hacia los demás puede ser el mejor sostén para cuando vamos dejamos atrás los territorios conocidos y la próxima orilla aún no se ve.


Vivir 3 tareas necesarias para un buen morir

Hablar de la muerte es hablar de la vida y hablar de la vida es hablar de la muerte. Hay un diálogo constante entre ambas, están íntimamente ligadas y ambas nos cuestionan, nos interrogan, nos acorralan, nos preguntan y también nos responden.

Aunque hoy en día, fundamentalmente a los ojos de nuestra sociedad occidental, la muerte ha perdido naturalidad y la consecuente presencia, cuanto mucho es una reflexión personal, pocas veces es un tema de conversación entre pares y socialmente la negamos

A la muerte se la ha desterrado del mundo de las cosas familiares, no sin consecuencias. La muerte, hoy en día, es un tabú, tan inconfesable como inaceptable, tan impensable como insensata.

Ahora bien, como una matización es justo decir que hay algo básico que comprender, (más…)

La muerte, ¿Proceso natural o suceso médico?

 

La muerte, ¿proceso natural o suceso médico?

Comienzo esta entrada con un breve párrafo de lo que dice Diana Cohen Agrest en su libro Por mano propia[1], para ver de qué nos estamos recuperando, poco a poco, con los cuidados paliativos y lo que podemos hacer con Atención plena y compasión al final de la vida

“La muerte dejó de ser un proceso natural para transformarse en solo un acontecimiento médico subordinado a una suerte de “bio política” en cuyo orden el paciente es, casi solo, un cuerpo y entonces el destino de los cuerpos se dirime en la esfera institucional.

El acompañar, el estar, se trata de satisfacer una necesidad espiritual de ser reconocido como una persona, es respetar y ser testigo de lo invisible de toda persona, su centro íntimo, su historia propia y que está presente en el misterio de su propia vida, y no verle solo como un cuerpo enfermo” (más…)

DEJAR DE JUGAR AL ESCONDITE

Suele haber un momento en nuestras vidas que por diversos motivos dejamos de jugar al escondite y decidimos afrontar el tan temido o misterioso tema de la muerte. Tal vez sea esta la primera vez que te acercas al tema, o tal vez ya hayas evolucionado en este sentido, pero (más…)